sábado, 17 de noviembre de 2012

Esclavos

La luz atraviesa el ventanal. Los rincones se deshacen entre motas de alcohol seco. Aquel sofá viejo, en el que nos tumbábamos tardes y tardes para sentir el golpe de nuestra respiración viendo pasar el tiempo, ha renacido. Ha vuelto a abrigarme con sus cojines en la soledad esperando a que nadie llegue. Las sombras de las ramas bailan agarradas a esas pequeñas ardillas en los muros de la habitación. Ese piano, que nos enmudecía aquellas notas de invierno en las que el frío se hacía dueño de nosotros hasta que llegó ese momento en el que nos congeló, ha vuelto a sonar. Sin embargo, no hay manos ni dedos que se deslicen por su larga cola de marfil blanco, ni tampoco ningún caballero que espere delante de él para fundirse en un abrazo. Está tocando solo. No hay ruido de la calle. No se cuela ningún grito infantil ni algún pitido de esa marabunta de coches que se pasean cada día por mi jardín. Solo un silencio roto por el piano y por el ruido de mi pluma al escribir estas hojas que usaré para encender esa chimenea que no tiene sitio en este salón. Abre la ventana y saltemos al vacío.

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