viernes, 1 de noviembre de 2013

Los hijos muertos

Verónica subió a la azotea para ver el resplandor de los incendios. No había dicho nada ni preguntado nada. (<<Acaso le sea ajena todo esto. Acaso sólo está aquí porque su amor es más fuerte que todo.>>) Ella pertenecía a los otros. Esta idea le hacía daño. La apretó más contra sí, casi esperando oír su gemido. (<<Nunca le di explicaciones de nada. Nunca le pregunté nada. Yo he hablado siempre, y ella ha obedecido, acatado. Es decir: ella ha hecho siempre aquello que yo deseaba. Tal vez era exactamente lo que deseaba también ella. Pero yo no se lo pregunté nunca. No sé si cree que estoy en la razón. Puede que piense que cada uno está en su razón. No lo sé, nunca me he preocupado por saberlo.>>) Pero ella estaba allí, con él, en la habitación estrecha, junto a la ventana del patio por donde el sol entraba tarde, despacio. Ella estaba allí, en la mañana sofocante, y sabía dónde iría él. Lo sabía o lo imaginaba.

Los hijos muertos, Ana María Matute

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