La vida en Madrid era frenética. Parecía frenética. No sé si lo era o lo parecía, pero algo de frenético debía de tener, o, al menos, eso estoy acostumbrado a oír. Es cierto que la gente corre, que montones de gente se agolpan intentando pisar el mismo centímetro de acera, que los trenes no paran de pasar trasladando a cientos de peatones desde el origen hasta su destino, que los establecimientos nunca cierran. Pero también es cierto que, de repente, me encuentro sentado en una terraza tomando un café con leche y lo frenético muere. La gente se para. Los camareros dejan de trabajar. Los cafés se enfrían. El silencio inunda el aire. Yo paso la página del libro y sigo leyendo.
Cierro el libro. El mundo se activa. Por un momento, Madrid dejó de ser el Madrid que tantas veces había escuchado en los canales de televisión o en radio, el Madrid del que tantas veces me habían hablado, el Madrid al que tantísimos autores hacían referencias en sus obras, mejores o peores, para ser mi Madrid, el Madrid que giraba en torno a mí. Fue en ese momento cuando descubrí la magia de Madrid. Me había permitido sentirme solo en una ciudad en la que lo único que no faltaba era gente y eso no tenía precio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario