Le perdonó que no le bajase más la luna,
ni que no la llevase más a cenar a aquel
restaurante de carretera de perros muertos,
quizá algún que otro vivo también.
No le importaba verlo jugando a ser felices
mientras cada uno construía su castillo de arena
sin temer que se derrumbara al pasar
la tormenta de aquel país vecino.
Tampoco le afectó que desapareciesen
los croissants de chocolate y las barbacoas
celebradas los domingos por la tardes,
aunque en aquel circo solo hubiese dos marionetas.
Ya ni soñaba con escribir un libro de
silencios debajo de la almohada
mientras gritaban lo que no se atrevían a decir.
Le perdonó todo,
pero no que la traicionase.